Saturno en la revolución

COLUMNISTA: Francisco Baeza

 

Terminé de leer Felipe, El Oscuro, de Olga Wornat, un libro que después de estar (convenientemente) guardado por años en un cajón, (convenientemente, también) ha sido publicado recientemente. No será un indispensable de mi biblioteca: “Mucho machetazo, poca carnita”, en palabras de Mario Alberto Mejía.

Las anécdotas que en él se cuentan, sin embargo, ayudan a formar el inquietante perfil psicológico de Felipe Calderón: la mala relación con su padre, su vocación de suicida, sus borracheras épicas en el bar que mandó construir en Los Pinos. FeCal está para diván…

(“Si López Obrador gana, todos terminaremos en la cárcel”).

...y para presidio. Engrosan el expediente criminal del expresidente espurio sus cochupos narcóticos, sus violaciones sistemáticas a los derechos humanos, los cientos de miles de asesinados, desaparecidos y desplazados que todas las noches desfilan frente a él, espantosos.

(Ya están aquí
las ánimas del terror;
las ánimas,
las ánimas…)

Al abrir el debate sobre llevar a juicio a FeCal, a Peña Nieto o a Salinas, acaso por un profundo sentido de justicia o acaso por un frío cálculo electoral --o seguramente, por una combinación de ambos--, Andrés Manuel López Obrador ha dado un paso decisivo para enterrar a la oposición en todos sus tiempos verbales. El protagonista de la gran transformación nacional no pudo resistirse a la tentación del damnatio, a la de ajustar cuentas con el pasado tanto como no pudieron resistirse Charlie Valentino a exigir que la osamenta de Cortés sea desterrada, Sheinbaum a retirar las ignominiosas placas alusivas a Díaz Ordaz o Barbosa a reemplazar la talavera fake morenovallista por Berel color carmín.

El concepto de justicia presidencial, llevado a su máxima expresión al apuntar a los expresidentes, se fundamenta en la creencia de que la cuatroté, el régimen democrático emanado de la elección histórica de 2018 y legitimado por ¡30 millones de mexicanos!, encarna fielmente las virtudes alfonsinas, las más elevadas a las que puede aspirar el ser humano, las que representan a la gran mayoría de los ciudadanos. Los faccionarios que la adversen, entonces, no serán considerados solo opositores políticos sino tyrants, tiranos, diría Robespierre, ampliando el concepto clásico de Locke, y deberán ser anulados antes de que reaccionen.

Cada cual a su manera, todos, absolutamente todos los procesos revolucionarios tienen algo de terroríficos. No podrían ser de otra forma. El terror de la revolución lopezobradorista, por supuesto, dista de ser como el de la francesa, aunque peque de jacobino: no es el pavor a la navaja plateada de la guillotina ni siquiera a los barrotes herrumbrosos de la celda sino al juicio sumario, severo e inmisericorde de la opinión pública el que subyuga al adversario. Al final del día, ¿qué importaría el desenlace de un proceso legal de confusa terminología si el pueblo ya habría dictado mediante su voto un veredicto inapelable, simple y llano: “¡Culpables!”?

El terror se extiende como un rumor: si la sentencia terrible del escarnio popular aguarda a los gerifaltes del ancien régime, ¿qué le esperará al funcionario segundón que fue grabado in fraganti cobrando unos moches para su jefe, al intelectual orgánico que vendió carísima su opinión o al tuitero que se prostituyó en cada uno de sus doscientos ochenta caracteres? ¿Qué le esperará al valiente que les defienda? ¿Qué, finalmente, a los girondinos?

Cuídese nomás la revolución, sugiero, de los excesos de Saturno, de devorar a sus propios hijos.