Es difícil no rendirse a la nostalgia; no inclinarse en una genuflexión que guarda mucho de espiritual secularizado y suplicar, como si fuésemos pedigüeños del tiempo, que regrese el momento exacto en que aún no vivíamos esta crisis de sentido, antes de la llegada de un autoritarismo descarado y soez frente al que no parecen existir barreras. La victoria de Kast en Chile, el reconocimiento jocoso de Trump cuando el alcalde electo de Nueva York lo llamó fascista, y la deriva belicista del mundo —con el secretario general de la OTAN, Mark Rutte, avisando de que debemos prepararnos para una guerra similar a la que combatieron nuestros abuelos— nos hablan de un futuro sajado que a cualquier persona consecuente atemoriza. Poco a poco, conforme las exiguas certezas de este oasis español que era el gobierno progresista se van desguazando, porque afloran los casos de corrupción y un machismo que a las mujeres nos duele como espina clavada en la memoria —duele desde el vientre de mi abuela al mío, a las huellas dactilares de las niñas por venir—, y la izquierda cada vez se fragmenta más, atacando a sus semejantes y no a los portadores de odio, parece arraigar en buena parte de la población el refugio efímero de la mirada hacia atrás; el reclamo idealista, no solo de lo que fue, sino de cuando fue posible imaginar que sería.

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