Este año, después de un juramento solemne sellado con un brindis las Navidades pasadas, tomo el relevo de mi suegra, y los canelones de la gran mesa familiar de San Esteban los hago yo. Allende el vértigo que provoca tal responsabilidad, que se desvanecerá un segundo después de que cada comensal se haya llevado la primera cucharada a la boca —tal es la seguridad que tengo en mí misma y en mi receta—, estoy tranquila. Los dejé listos, a punto de gratinar, anteayer.

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