Cartas de una baraja española de Heraclio Fournier.

Me gusta la Navidad porque en Navidad se juega a las cartas. Se juega al tute y al mus, al guiñote y a la brisca, a la siete y media o al solitario. Cada casa tiene sus normas. En la mía llevamos unos años dándole al chinchón, y disfruto barajando y repartiendo, tomando té con la panza llena, anotando los tantos en largas columnas en un cuaderno de espiral, gruñendo a mi familia cuando se distraen en su turno para despistarme después yo en el mío. La baraja sirve para matar el rato en ese punto mágico que sucede entre la atención plena y el aburrimiento. Las cartas y el móvil son, por tanto, enemigos: compiten por un mismo objetivo y es imposible usarlos a la vez. Se parecen también en que un mazo y un teléfono tienen más o menos el mismo formato, evolucionado para la comodidad de la mano y el ojo humanos. Ambos generan un azar relativo a partir de unas normas matemáticas, y les asignamos exuberantes significados culturales. La baraja tiene sus ventajas, como no enviarte notificaciones ni despertarte en mitad de la noche, pero es menos eficiente para matar las tardes que un teléfono. Los móviles aceleran el tiempo: el movimiento crea información, y la información abundante hace que el tiempo transcurra más deprisa. Por eso, dos horas de partida en una sobremesa navideña son eternas, pero si estás sentada en el sofá mirando el móvil pasan en un suspiro. Dentro de la baraja vive la lentitud; dentro del móvil, la velocidad.

Seguir leyendo