¿América para los norteamericanos?

COLUMNISTA: Francisco Baeza

 

Caminando al filo de la navaja, experto funambulista, Andrés Manuel López Obrador aprovechó la visita a Donald Trump, esta semana, con pretexto de la entrada en vigor del T-MEC, para exponer reflexiones de gran profundidad política, histórica y moral, y, sobre todo, de gran calado geopolítico. El que no veía más allá de Macuspana entró de lleno a la discusión sobre la elaboración de una nueva Doctrina Monroe que restaure la hegemonía de Estados Unidos en el hemisferio occidental a través de la alianza con sus socios norteamericanos.

La Doctrina Monroe, la cual establece que cualquier intervención con fines colonialistas de las potencias euroasiáticas en el continente americano sería interpretada como una agresión contra Estados Unidos, fue elaborada por John Quincy Adams a partir de las ideas de James Monroe y de Thomas Jefferson, en 1823. Entonces, la jovencísima república norteamericana veía con desconfianza las contrarrevoluciones impulsadas por los vencedores de las Guerras napoleónicas, especialmente, por Austria, Prusia y Rusia, los santísimos aliados que un año antes habían restaurado a los borbones en el trono español prometiéndoles devolverles sus dominios coloniales.

En 1904, Theodore Roosevelt amplió la cobertura de la doctrina añadiéndole el corolario que lleva su nombre, el cual establece específicamente que Estados Unidos podría intervenir en los países de Latinoamérica donde considerase que sus intereses comerciales estén amenazados.

Durante el siglo XX, Estados Unidos se sirvió del infame corolario para justificar las sistemáticas intervenciones gringas en países de Latinoamérica a fin de consolidar su dominio político, económico y cultural sobre su backyard. “Háblales suavecito pero lleva un gran garrote en la mano”, propuso Roosevelt. Y a garrotazos se nos vinieron encima en Panamá, en República Dominicana, en Haití y después, en la Guatemala de Arbenz, en el Chile de Allende, en la Venezuela de Chávez.

En México, el garrotazo más seco fue aquel que propició un perverso embajador en defensa de los intereses ferrocarrileros, mineros y petroleros estadounidenses en nuestro país.

En el siglo XXI, la mayor amenaza a la hegemonía de Estados Unidos en Latinoamérica proviene de China. Aprovechándose del repliegue trumpiano (America first!), el gigante asiático se ha afianzado como la superpotencia económica en la región: sin esgrimir ningún garrote, los chinos ya figuran como los principales socios comerciales de Argentina, Brasil y Chile, las primeras economías regionales; además, son los principales acreedores de Bolivia, Ecuador o Venezuela, y los principales inversionistas en proyectos energéticos, de infraestructura o de transporte.

(Véase a Alberto Peralta para comprender las curiosas implicaciones de la inversión germano-china en México, la cual cuela a los chinos a la zona de libre comercio norteamericana vía San José Chiapa, Puebla).

Latinoamérica se ha convertido en un teatro estratégico de la guerra fría entre Estados Unidos y China, la cual ha venido desarrollándose desde hace más años de los que nos hemos dado cuenta y en la cual nuestros países están obligados a tomar partido.

Las reflexiones de López Obrador, no pueden sustraerse del contexto global. Su llamada a fortalecer la integración regional “para recuperar la presencia que ha perdido Norteamérica en las últimas décadas” implica alinearse formalmente con su bff gringo, cosa lógica, considerando nuestras circunstancias (¡Pobre México!). 

¿América, entonces, para los norteamericanos?